La guerra de Malvinas en primera persona
Edgardo tenía 17 años cuando comenzó la guerra de Malvinas, pero había iniciado su carrera a los 14, cuando ingresó a la Marina en su Río Colorado natal. Durante los años previos, su vida en la carrera de suboficiales transcurría con cierta tranquilidad. En 1981 se recibió y fue enviado a Punta Alta y allí fue cuando, el último fin de semana de marzo de 1982, todo cambió.
“Los fines de semana nos daban permiso para viajar, algunos volvían a su pueblo o se iban cerca, pero ese fin de semana nos dijeron que teníamos que permanecer allí. Empezó a haber un movimiento inusual. Yo era muy novato, pero se veía algo raro”, recordó.
Por instinto o por presentimiento, Edgardo decidió ir hasta Bahía Blanca para llamar a su madre. En ese momento, las comunicaciones eran totalmente distintas a lo que vivimos ahora. El llamado implicaba contactar a un tío que tenía teléfono y esperar luego el tiempo que su madre demoraría en llegar a la vivienda donde podría atender el llamado.
-“Zarpamos para el sur, pero algo raro hay”, fue lo último que le dijo a su madre. El 28 de marzo se fueron en el buque San Antonio, donde generalmente no había más de 150 personas y de golpe, eran unas 1500 las que viajaban.
El recuerdo del viaje lo tiene patente. Solo se sabía que iban en dirección sur, pero no había mayor información. El clima no era el mejor. Los fuertes vientos hacían rolar el buque hasta casi los 43º, recuerda Edgardo y agrega “pensá que a los 45º te das vuelta campana”. Los nervios, el malestar por el movimiento brusco de la embarcación, la incertidumbre, también viajaban allí.
Finalmente les comunicaron que iban a tomar las islas Malvinas. “Alistamos el armamento de guerra y nos preparamos. El 1º ya estábamos allí, pero escondidos. A las 4 de la mañana del 2 de abril tomamos las islas”, rememora.
Durante el tiempo que estuvo en Malvinas, Edgardo vivió de todo. Los recuerdos no se van, permanecen allí. Se nota en su voz que no se quiebra solo por la fortaleza de este hombre que supo sortear los obstáculos que presentó la vida. Hace una pausa, una pausa larga, mientras dobla en mil partes el sobre de edulcorante que le puso a su café. Como queriendo calmar la ola de recuerdos que cada charla sobre el tema, le trae.
Uno de los recuerdos que se grabó a fuego en su memoria fue cuando le ordenaron relevar si había sobrevivientes en el buque Alférez Sobral, que había sido atacado cuando intentaban rescatar a dos aviadores de la Fuerza Aérea que habían sido derribado. El escenario era tremendo. La embarcación estaba a la deriva hacía días, los cuerpos desperdigados por todas partes. Todavía lo vive como en ese momento. Todavía la imagen lo impacta igual.
Edgardo recuerda que volvió a su casa en julio. Durante esos meses, solo una vez pudo enviar una carta a su madre avisándole que estaba vivo. La carta llegó unas semanas después. Abierta, censurada. “Creo que sólo se podía leer ‘hola mamá, estoy vivo’, el resto estaba todo tachado”, dice Edgardo.
Lo que vino después, fue quizás, igual de duro que la guerra misma. Volver a una realidad en la que la vida seguía como si nada, sin contención ni apoyo del Estado ni de las instituciones a las que pertenecían. “Se hablaba más del Mundial que de la Guerra”, añade y agrega, “para las familias igual fue durísimo. Mis viejos no estaban preparados tampoco para recibir a una persona que estuvo en la Guerra, fue difícil esa parte”.
Pocos años después, Edgardo pidió la baja. Tenía como mucho, 21 años y ya había vivido uno de los momentos más cruentos de la historia argentina. Perdió amigos, vio morir compañeros. “Jorge Pardou era mi amigo de Jacinto Arauz y quedó allá”, dice. “Fue un proceso difícil para los veteranos. Nos escondían mucho, fue una época muy dura”, señala en relación a los años que siguieron al conflicto bélico.
Recién ahora, cuarenta años después, se les está realizando estudios psicológicos a los excombatientes. “Hace cuatro años espero el mío”, indica. La parte económica fue una de las peores también. “Muchos tuvieron que salir a vender bolsas a la calle para subsistir”, recuerda y agrega que fue recién en el gobierno de Néstor Kirchner cuando comenzaron a recibir una pensión digna.
Hace unos 20 años, Edgardo decidió venir a vivir a Bariloche. Herrero de profesión, electricista también, consiguió un trabajo en el ex Frigorífico Arroyo y no lo dudó. En Río Colorado quedaban sus dos pequeños hijos, pero era un cambio que sentía necesario.
“Los primeros años participaba de la vigilia que se hace para el 2 de Abril, pero recién como tres años después dije que yo era un excombatiente”, cuenta. Al preguntarle porqué tardó tanto tiempo en contarle a sus compañeros que era uno más, dice que “no es fácil hablar de esto”. Pocas palabras que sirven para entenderlo todo.
Como hobbie y parte de su trabajo también, Edgardo forja cuchillos. Tiene una colección en su casa, hace a pedido y ha tenido numerosos encargos, pero hay uno que recuerda con especial atención.
La historia del cabo Roberto Baruzzo, héroe de guerra, tiene un vínculo especial con Edgardo. En plena guerra, un compañero de Baruzzo recibe cinco disparos. El cabo estaba gravemente herido también, pero dispuesto a proteger a su camarada. Intenta defenderse del ataque de los ingleses y a la vez, salvar a su amigo.
Tras enfrentar distintas balaceras, arrastra a su amigo herido por la nieve, para intentar escapar. De pronto, un nuevo ataque a disparos que recibe Echeverría quien le pide que lo deje y se salve él. Baruzzo no lo duda y se queda allí, pero sin municiones. Entonces, saca su cuchillo y se dispone a dar batalla hasta el último hilo de vida. Es entonces cuando los soldados ingleses que estaban prácticamente al lado, sueltan sus armas y lo abrazan. Algo que nadie imaginaba en ese escenario.
El cuchillo de Baruzzo fue llevado por los ingleses. El hombre es hoy un héroe en vida que recibió incluso, la máxima condecoración que puede recibir un soldado argentino. Además tiene una calle con su nombre y se volvió en una de esas historias que quedan para siempre. Así como su cuchillo, del que se perdió el rastro.
Así fue como Edgardo se enteró de esta historia y se contactó con Baruzzo, quien vive en Corrientes, y con mucho esfuerzo y dedicación, realizó una réplica del cuchillo con el que el cabo estaba dispuesto a pelear por su vida y la de su camarada.
“Se lo envié para una Navidad”, dice Edgardo y relata que Baruzzo quedó impactado por la pieza, idéntica a la que llevó a Malvinas. Fue un regalo para los dos, sin dudas, algo más para compartir además de una guerra que los marcó para siempre.
Edgardo no hizo terapia, lo intentó pero no era para él. La vida fue difícil, pero la fuerza que puso hizo que saliera de todo. “Después te empezabas a enterar de los suicidios, de los que cayeron en adicciones…eso es muy duro”, dice.
Claro que para él también lo fue. En Bariloche decidió un cambio y modificó su alimentación, su forma de vida. Comenzó a practicar deporte, perdió 50 kilos, empezó a vivir de otra manera. Hoy forma parte del grupo de veteranos que da charlas en escuelas y organiza las actividades cada 2 de abril.
“¿Volviste a las islas Malvinas alguna vez en estos 40 años?”, le consulto y dice: “no, pero me encantaría. Recuerdo cada lugar, pero no quiero tener que hacer el trámite inglés para poder volver. No hay un solo día en estos 40 años, que no haya pensado en Malvinas”.
Fuente: ANB