«Domador de fieras»
Por Agustín Amado
Lo suyo era el espectáculo. No sólo felinos, le gustaban todos los animales con los que pudiera lucir sus dotes de “adiestrador”.
Cuentan en la familia que ya en sus años de infancia había comenzado a experimentar con cuanto animal se encontrara entre las huellas del Puesto Nuevo. Matizaba con un tinte picaresco cualquiera de sus acciones. Lo conocían como “el Lucho”.
Era un niño cuando lo enviaron desde el puesto, cerca de Ulapes, a Desiderio Tello. Dos poblados de sur riojano. A la casa de Dalmiro, el mayor de los ocho hermanos, para continuar la escuela primaria.
Junto con los bártulos y las pilchas, su madre envió también un cabrito vivo; una forma de compensación gastronómica por las “molestias”.
Ya en el viaje, por camino serpenteante y de tierra suelta entre Ulapes y Tello, “el Lucho” le puso nombre al animal. Cuentan que para cuando llegaron se había establecido el vínculo. Tal es así que convenció a todos que el cabrito estaba demasiado flaco como para llevarlo a la cocina y de ahí a la mesa. Así fue como ese vínculo ganó tiempo.
Ganó una semana, luego otra, y el animal “no engordaba”. Mientras tanto, y fuera del horario de escuela, le dedicaba trabajo y horas. Suficientes como para que empezara a acatar algunas simples instrucciones.
Lo primero es lo primero. Responder al llamado. Lo segundo, algo más complejo. Subir a una lata de aceite, de esas de 20 litros de YPF Suplemento 1, esperar la orden para bajar o saltar a la siguiente estación, un cajón de madera en el que colocaban los sifones de soda “Mechita”, luego a un tronquito de quebracho. Finalmente, cada una de esas etapas formó parte de una rutina.
A las dos semanas, ya tenía público infantil al cual mostrar sus habilidades circenses. Un público que respondía con admiración y aplausos bajo la sombra de un aguaribay. Entre ese público, dos niñas libanesas que habían llegado al pueblo de la mano de su padre, cuya historia ya habré de contar.
Lo que a esta altura de los tiempos resulta un misterio es si el cabrito en cuestión llegó a la vida adulta, o terminó alimentando a aquella familia pueblerina de los llanos riojanos.
Más claro quedo el destino de “Carola”, la leona.
Una puma que “el Lucho”, ya adulto, encontró por aquellas latitudes y que supo cautivar bajo su mano diestra. Presumiblemente se la negoció a los Ochova, una familia de El Abra. Un caserío en un pequeño valle de las Sierras de Ulapes.
Con Carola llegó su consagración como “domador de fieras”. Era una gata que metía miedo y sin embargo solía pasearse por el patio de la casa familiar ubicada en el corazón del pueblo, frente a la plaza y pegado a la iglesia.
O podías verla en el Rastrojero. No creas que en la caja de carga, no. Lucho conducía, y la leona iba de acompañante, con sus manazas posadas en el torpedo de la camioneta.
Cuentan que obedecía sus instrucciones al pie de la letra. No solo subir una escalera, un cajón, o trepar al parral. Al asombro que generaba el espectáculo se agregaban otras emociones distintas a la atracción y fascinación que despertaban sus habilidades cuando niño.
Es que una cosa es ver un inofensivo cabrito y otra muy distinta un puma sin ninguna barrera que separe ese público con la bestia. Y cuentan que Carola tenía su genio.
Lucho usaba una polca, un rebenque corto de cuero bien trabajado, para refirmar autoridad y respeto. Llamaba a sus amigos y conocidos para mostrar sus logros emulando aquellos días de su niñez en Tello. Los gruñidos de Carola sólo generaban una mueca en la comisura de los labios de Lucho, una muestra de complicidad con su mascota ante la mirada atónita de sus eventuales espectadores.
Por aquellos días y de camino al Puesto Nuevo, salen en el Rastrojero; Lucho al volante y Carola al lado.
Había llovido bastante la tarde anterior, y toda la noche también. En la esquina de la plaza, en la que confluyen por la diagonal la iglesia y la escuela, el agua que bajaba del cerro había marcado hondo su huella.
Por ahí pasaron, pero el terreno irregular forzó y superó la capacidad de amortiguación del vehículo. Se movió violentamente a un lado, después al otro, la dirección pivotó de izquierda a derecha. La gorra de Lucho salió por la ventanilla abierta y cuando quiso recuperar el control de la situación, se encontró con el aliento fuerte de Carola.
El hocico de la leona y la nariz de Lucho estaban a un centímetro. El animal se le vino encima mostrando dientes afilados y clavó sus garras en el brazo derecho. Con la izquierda alcanzó a abrir la puerta y sin dudar un tris se arrojo al suelo mientras que el vehículo seguía rodando hasta detener su marcha y con Carola ahora aferrada al volante.
Cuentan que uno de los parroquianos que pasaba por el lugar alcanzó a ver parte de la escena y cuando llegó al almacén de Raúl Falcón, comentó:
– Si será loco este Lucho, lo vieron recién en la plaza? Le está enseñando a manejar a la leona!